Los Caballucos del Diablo surgen en la mágica noche de San Juan en un estallido de fuego y humo e inundando el silencio de la noche con un bramido infernal que libera la furia de estar contenidos durante un año. Los Caballucos del Diablo portan alas de libélula con las que surcan la noche.
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Estos caballucos no tienen un origen muy claro. Tampoco las gentes saben mucho sobre ellos. Manuel Llano Merino nos habla de siete, G.A. García Lomas y J.C. Cabria de tres. Lo único cierto, es que muchas de las gentes de Cantabria creían que las libélulas, la noche de S. Juan –y algunos anocheceres crudos de invierno- no eran tales, sino que se trataba de caballos que, cabalgados por el diablo, salían en rápido recorrido con las negras crines al viento, los ojos relumbrantes, y relinchando y arrojando fuego por la boca y fuerte viento por los ollares, tratando de indisponer a los enamorados, e impedir que pusieran los ramos a las mozas.
Su alimento eran los tréboles de cuatro hojas, que devoraban con fruición, seguramente para impedir que les encontraran quienes salían al anochecer a buscarlos. Se abalanzaban sobre todo el que encontraban en su camino, destrozándolo son sus cascos. La única salvación posible era llevar un manojo de verbena, que había que recoger antes de dicha noche, o estar cerca de la hoguera de San Juan, a la que jamás se aproximaban.
Siguiendo lo contado por Manuel Llano, las leyendas relatan que los Caballucos eran siete que se corresponden con los colores: rojo, blanco, negro, azul, verde, amarillo y anaranjado. El primero de ellos, el caballo rojo, el más robusto y grande es el jefe que dirige al resto en su misión de búsqueda. Los lugareños que han visto a los caballucos dicen que el mismo diablo cabalga sobre él.
Los Caballucos atraviesan sendas y caminos dejando huellas de herraduras sobre todo lo que pisan. Las rocas y piedras que se encuentran bajo sus pezuñas quedan marcadas como si se tratase de tierra recién labrada. Tal es la fuerza de su pisada.
También poseen un resoplido tan fuerte y frío como los vientos de invierno que hace moverse y caer a las hojas de los árboles y arbustos.
A veces, señalan los lugareños, los caballos después de tan fatigosa búsqueda, se paran agotados y su saliva goteando se vuelve barras de oro que si son encontradas por algún hombre le traerán suerte y le harán inmensamente rico, pero cuando muere, su alma baja directamente al infierno.
Las leyendas y supersticiones señalan que estos caballos provenientes del infierno, en realidad eran hombres que por sus pecados perdieron su alma y se vieron obligados a recorrer Cantabria por el resto de la eternidad.
Rojo: Era un hombre que prestaba dinero a los labradores y luego embargaba sus propiedades con sucias tretas.
Blanco: Era un molinero que robaba muchos sacos del molino de su señor.
Azul: Un tabernero.
Negro: Era un viejo ermitaño que engañaba a la gente.
Amarillo: Era un juez corrupto.
Verde: Era un señor de muchas tierras que deshonró y se aprovechó de muchas jóvenes.
Naranja: Era un hijo que por odio pegaba a sus padres.
Vuelan siempre juntos y el primero de ellos es el caballo rojo, el más grande y robusto, percherón, el jefe que lidera y dirige a los demás en su búsqueda. Quienes han visto a los caballucos dicen que el mismísimo diablo monta uno, y que el resto son cabalgados por demonios.
Son nefastos para los montañeses, pues se dedican a pisotear o quemar las mieses. Los caballucos se desplazan por las sendas dejando las huellas de sus cascos y los cantos y lastras que alcanzan sus pezuñas quedan marcadas como si de tierra recién labrada se tratase.1 Su resoplido es tan fuerte y frío como el cierzo de invierno que hace caer las hojas de los árboles. Sus ojos relumbran como brasas incandescentes.
Según el mito, estos caballos del infierno fueron hombres pecadores que perdieron su alma y se vieron obligados a vagar por Cantabria el resto de la eternidad. El caballo rojo fue un hombre que prestaba dinero a los campesinos y luego mediante sucias tretas embargaba sus propiedades; el blanco era un molinero que robaba muchas maquilas del molino de su señor; el negro era un ermitaño que engañaba a las gentes; el amarillo un juez corrupto; el azul un tabernero; el verde un terrateniente que deshonró a muchas jóvenes y el naranja un hijo que por odio maltrataba a sus padres.1
Es tradición en Cantabria, en la mañana de San Juan, echarse al monte a buscar las flores del agua que nacen en las fuentes y los tréboles de cuatro hojas brotados esa misma noche. Pero resulta muy difícil, ya que durante la noche los caballucos del diablu se han dedicado, pues su misión y maldad les obliga, a destruir las flores del agua y tréboles que han encontrado para evitar que los mozos y las mozas los encuentren. Si aun con todo algún afortunado encuentra la flor del agua, encontrará con ella el amor y la felicidad, mientras que quién en tal ocasión encuentre uno de estos raros tréboles, será afortunado con las cuatro gracias de la vida, una por cada hoja:
Las hogueras de San Juan en Cantabria perpetúan la tradición propiciatoria y purificadora. Pero el vuelo de los caballucos al resplandor de las hogueras es señal de grandes desgracias. Ni tan siquiera las bendecidas Anjanas tienen poder ante su galope y el único modo de estar a salvo es hacer siete cruces en el aire antes de que se acerquen, pero al ser tan veloces y ante la previsión de que no funcione la gente recurre a otro procedimiento útil, el llevar encima una rama de verbena o yerbuca de San Juan la hierba sagrada que espanta todo mal y que debe haberse cogido la madrugada de la noche de San Juan del año anterior.
Cuando tras una noche de tropelías sin interrupción volando y trotando por mieses, camberas y pueblos, el amanecer los sorprende sudorosos y agotados, los caballucos del diablu desaparecen hasta el año siguiente atravesando cuevas cubiertas de cuajarones de sangre. Mientras se retiran resollando y piafando caen de sus fauces unas babas, que al enfriarse en el suelo, se convierten en barras de oro. En Cantabria, todo el mundo sabe que quien las recoge tendrá riquezas a raudales, pero tras morir su alma irá al infierno irremisiblemente.1 Aun así muchos ambiciosos no hacen caso a tal admonición y antes de amanecer andan con faroles buscándolas por entre las hierbas de los prados. Cuando retornan de su afanosa búsqueda, se tienen que esconder entre árboles para no ser vistos por los mozos y mozas que recorren los prados brincando y cantando:
«A quín coja la yerbuca
la mañana de San Juan,
no li dañarán culebras
ni caballucos del mal.»
Vía: Mitologiaiberica y Wikipedia
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